Ella siempre le miraba con ojos confortables y afilados como el invierno. Los documentales de peces eran una excusa como otra cualquiera para dormir la siesta sobre su cuerpo de cucurucho. Se conocieron en un bar de carretera. Estaban comprando bocadillos para seguir viajando con algo sólido en el estómago, cuando pasó aquello. El vendedor de relojes le pedía su hijo a cambio del Rolex falso, el señor dudó pero finalmente rechazó la oferta. Luego pasaron muchas cosas: hubo que comprar un producto para la vitrocerámica, llovió durante tres años (había tanta agua en las alcantarillas que la gente la recogía y la usaba para hervir los macarrones), se estropeó el pc, y tuve que escribir sobre una roca de granito, como los Picapiedra… El caso es que ellos se fueron de vacaciones a la costa. El autobús no era muy bueno. No lo notaron mucho porque se quedaron dormidos cuando empezó a sonar “Love Triangle” en los cascos que compartían. La próxima vez nos cogemos el avión ¿eh? que tengo la espalda echa polvo. El hotel era una auténtica mierda pero tenía una ventaja: estaba cerca del mar. Cincuenta minutos andando. Había que despertarse cuando todavía había spots de teletienda y desayunar dos veces para ir a la playa. Dejaron de ir a la playa. Él dibujo con técnica de “Muy Deficiente” una isla con un cocotero y la pegó en la ventana con esa cosa azul pegajosa. Mira, primerísima línea de playa. Sabes, dijo ella :(aquí palabras mágicas). Era la primera vez y se puso a llorar. Lloraba en la cama como el día en que recordó justo antes de dormir, que se había dejado la bici olvidada en el patio del colegio. Se puso la cazadora de Lucy Lucke y salió a la calle con sigilo. La bici seguía allí. Miró al cielo: te debo una Dios. Se pasó muchos años esperando a que Dios le viniera a pedir cuentas. Había llegado el momento. Hizo su maleta y pidió un billete para el siguiente autobús que salía. Mientras sonaba una canción distinta a la que le hizo dormir en la ida, “Love Triangle”, recordó los golpes en los pies cuando corría descalzo por los bordes de la piscina. No eran como cuando te quemas, el dolor se retrasaba un poco. Era una broma, te hacía estar con la cara arrugada esperando el dolor durante dos segundos. Igual no llega, pensaba, igual se ha perdido a la altura de la rodilla. Siempre llegaba y era más terrible cada vez. Llegó a la ciudad y empezó una nueva vida. ¿Te acuerdas de ellas? No, por Dios, ya lo tengo superado. Envejeció solo y feliz, con la cara arrugada. El médico le recetó caminar una hora cada día, para mejorar la circulación de las piernas. Paseando con el dominical bajo el brazo, se vio inmerso en una batalla de arroz. Alzó la vista. La culminación del dolor.
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