martes, julio 26, 2005

Again

Detesto verme en fotos antiguas, sobre todo en las que retratan momentos de felicidad. Odio con toda mi alma esa mirada de anestesia, como un espejo trucado; esa manera de engañar que tiene el papel de fotografía, brillo o mate, da igual. Últimamente uso dos almohadas verdes para taparme en la siesta, no sé exactamente por qué, el color, supongo me inspira hierba fresca, y este verano está siendo el más cálido de los que recuerda el almanaque zaragozano. Supongo que si le diera a alguna droga dura, este sería el momento de la sobredosis a ritmo de mi canción favorita: “Ella me contempla como un piscis cuando estoy débil”, así empieza. No es una canción para escuchar en el coche ni para animarte recién levantado, sirve para morir de sobredosis canturreándola, es una canción para escucharla en bucle el último día de tu vida. En el colegio, recuerdo, una niña se quejaba del canto de los pájaros por la mañana. En la Universidad, en la primera, había un profesor que desataba las tormentas y una chica morena que acaparaba las tardes. Un día me dijo que me había visto con el coche de la autoescuela, nunca (estoy mintiendo) me ha latido el corazón tan aprisa. Luego se desvaneció por los siglos de los siglos. En la segunda Universidad aprendí a meterme en el río de los felices y bajé el volumen de los coches de la calle, y apagué las farolas municipales con dos dedos (como las personas mayores), y canté canciones inapropiadas bajo la lluvia, e inauguré la libreta de las primeras veces, y morí. Estaban todos allí, los de ahora y los de siempre, el cielo estaba reseco y crujía como la ropa que dejas una semana en la lavadora. Luego me reencarné en una de esas mariposas trilladas por el mecanismo feroz del reloj, después no sé a quien engañé. La cosa es que a veces me despierto de la siesta con dos o tres frases y tengo que escribirlas, mi debilidad mental hace que se me olviden en cuanto veo el folio en blanco, que, como todos sabemos, es el morir. Los hospitales, incluso los que fingen ser un hotel de semi lujo, son espantosos. Nueva York sigue estando lejísimos, y yo soy esa porción de tierra rodeado de descampados por todas partes, menos por una a la que denominamos a partir de ahora poesía, por llamarlo de alguna manera. Si hubiera un aparato para enfriar los alimentos instantáneamente se llamaría frigoondas por derecho propio. Después de trabajar 10 horas te acuerdas de sus ojos mientras hacíais el amor, y los metes en el mismo saco que los unicornios y el ziritione, pero siguen ahí, instalados en el para siempre, como cuando aprendes a montar en bici o ves el mar demasiado tarde. Después de sudar la vida de señorito durante 10 horas, empiezas a pensar en si te dejarán en la misma posición con la que duermes (mirando a la ventana, porque si miro a la pared está oscuro y me da mucho miedo) cuando te encasqueten el traje de pino. La noche cae muy despacito, pero no me engaña, sigue siendo un luto en sí misma.