Vino primero frívola –yo niño con ojeras–
Javier Egea
estoy cansado, únicamente lo intento
después de estropearme el cuerpo
y agravarme los síntomas de locura
y no es broma.
Nunca me gustó usar palabras
que me sonaran a folclore rural como
“te arrimas” a mi con tu traje de muñeca rusa
o eslava –hace demasiado frío como para diferenciarlo-
pero tus ojos, más bien su aureola, su ribera negra
a la moda de las chicas sucias de antro
saben todos las estrategias para arruinarme,
somos una catástrofe el uno para el otro
desde el primer encontronazo casual
-yo niño con ojeras-
y de nada sirve mirar a otro lado,
o agotar el vaso sabiéndome el envejecido bufón
de las bebidas espirituosas.
Me quiero, te quiero
como el noble acto de conservación de la especie,
soy un trámite, sigo dándole:
cuatro cascos de botella con la cara de mis amigos impresa,
-todos chicos brillantes, difíciles en el paladar
como una cerveza hindú decorando un salón
con mantas, colchonetas y restos de nosotros,
la muda de la piel que cuenta el paso de los meses
agrupados a traición en un extraño juego de años
que no acabaré de entender,
-dejé de contar a partir del año 2000-.
Son demasiadas cosas,
me lo tomo a coña a veces: “trastornos de la alimentación
en el sector vacuno”, falta de provisiones, tal vez,
el caso es que están flacas las jodías,
se les ve el chasis debajo de su hermoso anorak natural
de entretiempo.
Me hago un feto, un sobrino de mi mismo
casi tan atormentado como yo, en la siesta,
me avituallo de tu amor,
mi cuerpo que nada sabe de mi
me engaña para poder dormir,
enseñándome paisajes urbanos,
me restriega uno a uno
con mi lista de amores arruinados
que ni siquiera es tan grande como para sentir
tanta pena.