miércoles, junio 12, 2013

Repsol

Aquellas semanas de barbarie discurrían en frente de un ventanal exhibicionista
del semicentro de este Madrid 2013,
tan pintado de  leves programas de televisión
que son centros florales en mitad de las noches del diario.
Bebíamos mucho,
yo hollaba la línea uno del Metro en búsqueda de una mujer
arrancada del Bukoswski primitivo,
alguien que lleva el final anudado a la frente
como un pañuelo Kamizake,
un volcán con conciencia de destrucción. Una cortesía.
Hasta entonces cenamos porquerías y dulces, bebíamos,
sus trucos para desconcentrarme en los juegos de los bares
encendían luces calientes en mi cabeza.
Una erección es siempre algo nuevo.
Nos repartíamos las victorias en el ajedrez,
en el futbolín y en una cama grande y morada.
En las noches de fiebre y galope
las luces de una gasolinera Repsol iluminaban
su culo candidato a Premio Nobel de la Guerra,
la mecha duraba,
y yo contaba los días como si fueran embarques de avión
al echarme al portal y a la vida.

sábado, enero 26, 2013

Agua de colonia


La sobriedad y la comida que no mancha apenas los platos,
me devolvieron a estas falsas noches despiertas de ojos cerrados
donde circulo las nítidas autopistas que conectan mis paraísos;  
los reinos perdidos de la paciencia
como colonia de bebé abierta en la cornisa de la ventana.

viernes, enero 11, 2013

Estación en curva


El espacio de nuestra vida fue el de los deditos de los pies,
aquí yo, aquí tu trabajo, dijiste una noche.
Yo te había comparado el cuerpo con las siete Estaciones Abundantes
ricas en luz y en los escudos celestes de tus ojos, de tu espalda reclinatorio
y de tu sonrisa.
Tu boca tenía un norte recto y reía en los inviernos de aquí
y un sur desordenado, como para poner cara fea a posta,
algo imposible en ti.
Los deditos,
tu sonrisa enigmática y tu cabeza temblona de los inicios,
tu aprecio por lo fácil de las circunstancias
que nos habían llevado a un tú y yo que yo llamaba
la Revolución Incomprensible
y me hacía fotos en tu habitación y me miraba en aquellos espejos primeros sin saber nada,
y dejaba pasar llamadas de teléfono en las primeras mañanas tuyas, más feliz que nunca.
Los pasitos, los deditos,
tu vientre quizá, los paseos cinematográficos en el Madrid de tus palabras buenas sobre el amor nuestro, nuestro reino breve y abundante,
tus rodillas quizá las primeras turbulencias, el vaticinio de la Noche.
En tu vientre yo decía: amor mío, amor mío, este señor con barba blanca se llama Walt Wilthman y se lee en el césped,
la ducha era un poema que reproducíamos poniendo nuestra vida en inglés, y yo aprendí a ducharme deslizando la mano, los deditos,
de arriba abajo, de la frente al mentón,
qué manera de descubrir el color verde más allá del chorro de la ducha.
Y me leíste con la voz apagada y emocionada las palabras en mitad de la humilde línea 1 del Metro de Madrid.
Tu pecho eran bodas y el mar de tus amores, que nos llevaban de Norte a Sur, como viajeros bidimensionales;
en Donostia  nos queríamos como ladroncitos con la piel al rojo vivo en la grandísima pulcritud de aquella casa.
En tu Sevilla templada, los helados de nombres,
el llegar a casa y quererse como Analfabetos delante del espejo,
nuestro amor de barras libres, de excedernos en todo,
el suelo frio y una cerveza sola de Cruzcampo en el frigorífico de la Histerectomía, bebida a solas con el remordimiento de niño de colegio público.
Y Turquía donde yo quería filmar un documental sobre la LUZ
y tus chanchullos con ella, el gran calor y las alpargatas de calidad mínima rotas el primer día.
Y los barcos, los deditos de mar entre países. La apabullante suerte de las fotos al final de las galerías multimedia del corazón.
Los deditos, el cuello, bocanegra,
tus ganitas de estudiar Historia, de estudiar América, de estudiar francés, de conocer a un psicólogo.
Nos faltó mucho París con los deditos cruzados, un París nuestro.
De aquí a aquí me gustas te dije yo veces y veces, del dedito del pie a la coronilla, de abajo a arriba.
Y reías y lo intentabas escribiendo con el dedo aquello de dormir juntos en mi espalda. La tinta caliente de tus dedos.
La comunicación asíncrona de nuestra pequeña vida.
“Me voy contigo donde te lleve tu trabajo”, aquella canción sobre los árboles.
La gratitud del pensamiento, de que te fuiste por grandes estudios
y por el balón deshinchado de extrañarme,
y no por un gimnasio y una dieta.
Y tu sonrisa enigmática también, la del último día.
Y tu pelo y tu reloj y la chapa con mi cara podrida de Dinero,
y los cilindros de mi corazón en esos libros de la estantería,
no los tires nunca,
y este poema que se te había ocurrido a ti.