Lloró conmigo y habló así “ya no se puede romper nada”.
Habíamos pasado una suerte, una gran suerte de fiebre juntos
como 3 días, un fin de semana largo como jugador de baloncesto blanco
como guardameta antiguo, dejando expirar tickets de museos lejanos
allá donde se ganan la vida en Madrid las prostitutas africanas de edad mediana.
Pegados como los imanes de su gran mundo en el frigorífico que ella imagina
todo suyo, de verdad, su sangre y más allá, sus gritos ahogados
en mitad de un bloque expuesto 360 grados a los vecinos,
sin poder evitar besarnos a cada minuto la boca y las manos por la noche,
hartos de café frío de Santa Fe, California, esa historia,
sin poder dormir inventando el ranking de cada cuerpo:
la barba, fíjate en este color extranjero, pobremente poblada,
qué lejos de casa y tan conmovido tratando de hacer bien las cosas,
para calmar tus pesares,
para que chicos tengan un trabajo, qué suerte tienes granuja. Sí.
Y los ojos, claro, como siempre te digo,
esa luz que imagino vela los sueños de la memoria infinita
del pino Great Basin, Matusalén,
que parece un mago enfermo en un túnel de viento,
y cuya localización exacta permanece en secreto
para protegerlo y evitar vandalismos.
Pero es un árbol de América eso sí sabemos.