sábado, mayo 24, 2008

Libélula

A sonreír me enseñó mi padre y no fue una tarea fácil. Tenía mi padre al igual que yo una dentadura difícil, de fortuna rural. Pero me enseñó de todas formas a parecerle afable al mundo, a enseñar los dientes con amabilidad, a subir un poco las cejas para parecer buena persona en el momento adecuado. Mi padre me enseñó muchas cosas.
A lo que no me enseñó es a usar una tarjeta de crédito negra. Estoy ahora en medio de un atasco en un coche negro que conduce un tipo que no conozco pero que me trata con respeto excesivo. De joven vine a esta ciudad de turismo, con una mochila y unos pocos cientos, dos, para ser exactos. Lo cierto es que la ciudad no ha cambiado demasiado desde entonces, sigue siendo un hermoso decorado irreal a punto de ser cambiado para preparar la próxima función.
La vida se ha portado bien conmigo, tengo una reunión importante en 40 minutos y es sencillamente imposible llegar al paso que va la burra. Jugueteo con las monedas del bolsillo, tengo sueño y por lo tanto una erección descomunal. Miro la calle por la ventanilla. Hay muchas personas en el mundo y pocas tienen mi suerte, pero la mayoría tienen la belleza de la que yo carezco. Saco la billetera.
Hace un mes uno de esos clientes que me pone ceros y ceros en la cuenta me obsequió con una tarjeta negra. Bienvenido al club, me dijo, solo hay 2000 en el mundo como tú. La tarjeta pesa mucho, como si tuviera algo detrás pegado, pero detrás solo hay una banda magnética estrechísima. Recuerdo que cuando la vi me pareció una tarjeta de juguete como hay cigarrillos o pistolas de juguete. Me habló largo y tendido de sus ventajas: cobertura mundial de favores especiales, decía. De favores especiales.
Saco el teléfono móvil de la cartera y tecleo el largo número de teléfono. Una amable señorita me atiende. A veces cuando hablo por teléfono enseño los dientes y subo las cejas aunque nadie me esté viendo.; como si pudiera transmitirlo telepáticamente, me siento estúpido cuando lo pienso. Pido un helicóptero.
Le doy a una palanquita para bajar la ventana que separa el compartimento del conductor del mío y le digo con educación, pero con cierto tartamudeo de llevar tanto rato pensando en mi lengua, que me bajo allí.
Salgo del coche negro y casi corriendo me meto por la puerta de un rascacielos y después en un ascensor y después subo al ático. Se pone a llover de esa manera musical que tiene la lluvia a estas alturas. Un estruendo se acerca y me despeina. Se posa en el techo del edificio con la lentitud de una libélula. Le enseño la tarjeta al piloto, hombre con barba y arrugas en las sienes, hombre de haber bebido y follado lo bastante como para morirse a gusto y me subo al aparato.
Sobrevolamos la ciudad y la erección se mantiene, me siento un viejo hormonado que mira la ciudad como los pájaros.

3 Responses to “Libélula”

Qué bien relatado. Me transmite algo, una emoción muy fuerte. No sé el qué. Quizás la humanidad con que está tratada la historia mezclado con tu estilo tan personal.

Anónimo dijo...

PRECIOSO.
de vez en cuando paso por aquí y me emociono. a cualquier hora. gracias

Anónimo dijo...

Comparto tu amor por Madrid. Es la madre adoptiva de muchos.