El tipo se fundió parte de su herencia en amarres,
los mejores y los peores brujos africanos de Madrid
al servicio de su regreso: cáscaras de huevo
frijoles espachurrados, raíces tiernas pintadas de rojo,
gallinas desnucadas a media noche
bajo la piedad fresca del cielo estrellado.
Si todo aquello funcionó lo hizo de una forma oculta
e invisibles a sus ojos inocentes y ensangrentados,
eso pensaba al menos durante la ceremonia
preciosa ceremonia,
donde nadie le daba la mano,
y la metía en el bolsillo de su mejor traje donde descansaba
aquella petaca graciosa con la bandera confederada.
Jugueteaba con el tapón de rosca, como queriendo
descifrar la combinación de una caja fuerte,
aplacar una resaca bebiendo a las 12 de la mañana, pensó,
se siente como dar una capa de pintura innecesaria
a una pared con tu propia sangre.
El plan era Jägermeister y sabía a reconciliación con uno mismo,
sabía a los labios expertísimos de una amante de 50 años.
Ella desfilaba como un cisne electrónico hacia el altar
de blanco y rojo, puro sexo encarcelado, trucos de magia
con varitas de carne,
su perfil era el mechero de las estrellas, qué bueno,
qué sostenible parecía la existencia en sus finas caderas.
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